Tuve que leer dos veces el titular para asegurarme que era real: “Científicos creen haber hallado una ‘semilla’ alienígena”. La noticia, publicada por el diario La Vanguardia, el día de San Valentín, añadía que científicos de la Universidad de Buckingham habían encontrado una semilla extraterrestre en un minúsculo objeto esférico de metal cuya composición era una aleación de titanio y vanadio. Me pregunté, entonces: ¿Es posible que civilizaciones de otros planetas estén intentando sembrar sus semillas en la Tierra? Y si es así, ¿Con qué propósito?

Lo confieso. Asomaron a mi mente escenas de “La semilla del espacio” (1962), donde una lluvia de meteoritos convierte en monstruos unas plantas traídas del cosmos y deja ciega a la mayoría de la población; o de “La invasión de los ultracuerpos” (1978) en la que unas esporas escapan de un planeta lejano y vagan por el universo hasta llegar a la Tierra. Aquí, mezcladas con la lluvia, crecerán como parásitos zombificando a los seres humanos mientras duermen.  Como para pegar ojo. Pero aquello no era una película de ciencia ficción, ¡era un hallazgo científico! Es más, la microfotografía que acompañaba la noticia, nunca vista antes, mostraba una suerte de globo metálico escupiendo material biológico. Aquel minúsculo objeto venía a confirmar la teoría de la Panspermia propuesta desde hace décadas por el Premio Nobel, Francis Crick. Me explicaré.

Panspermia ¿comprobada?

La hipótesis de Crick sugería que la vida pudo ser distribuida en el Universo por una avanzada civilización extraterrestre. Como lo lees. No por meteoritos, no por azar, sino lanzando y dispersando capsulas con los elementos necesarios para generar la vida -o la vida misma- y que llegaron a los océanos primigenios de la Tierra y -posiblemente- de otros mundos, como parte de un vasto plan. Los científicos, muy a menudo, pasan por alto este detalle de la teoría de Crick y, aún admitiendo que la vida pudo llegar al planeta desde el espacio, precisan que lo hizo a través de meteoritos. Y eso mismo creía el profesor Milton Wainwright y su equipo de la Universidad de Sheffield antes de descubrir esta “cápsula de metal” rellena de material biológico. Ahora, este profesor honorario del Centro de Astrobiología de Buckingham, en Inglaterra, inclina la balanza en favor del descubridor de la estructura molecular del ADN y su hallazgo podría revelar, además, un propósito siniestro: ¿Y si se tratara de un agente infeccioso para el que no tenemos defensas?

Riesgo de infección

En 2013 se descubrió una nueva bacteria, la Tersicoccus phoenicis. Fue identificada en dos únicos lugares separados entre sí por miles de kilómetros. ¿Dónde? En el Centro Espacial Kennedy de la NASA, en Florida, y en la base espacial que la ESA tiene en Kourou, en la Guayana francesa. Pero lo más relevante es que el microorganismo apareció en sus respectivas salas blancas, esto es, zonas diseñadas para evitar la contaminación biológica.

El riesgo de exportar organismos terrestres en las misiones espaciales es una cuestión que ha preocupado siempre a los científicos e ingenieros. Hoy sabemos que el rover Curiosity de la NASA, que lleva casi dos años explorando el planeta rojo, despegó con polizones a bordo. Muestras del vehículo tomadas antes de su lanzamiento han revelado la existencia de decenas de bacterias, a pesar de los sistemas para su esterilización.

Y es que, los investigadores, sometieron a las 377 cepas que hallaron en el rover a todas las perrerías imaginables. Las desecaron, las sometieron a temperaturas extremas, a niveles de pH muy elevados y, la más mortífera, a altos niveles de radiación ultravioleta. Nada. El 11% de las cepas sobrevivieron.

A la luz del hallazgo del Centro de Astrobiología de Buckingham cabe plantearse, además, si hay o no una intencionalidad. Su director Chandra Wickramasinghe, lo tiene claro y plantea la teoría de que la microbolita fuera enviada a la Tierra por una civilización desconocida para seguir sembrando el planeta con vida. La idea no es baladí.

El vehículo empleado, la minúscula bolita, fue recogida por un globo a 27 Km. de altura mientras recogía polvo y partículas de la estratosfera, una parte de nuestra atmósfera que ya fue objeto de atención -hace décadas- por otro microorganismo, sólo que, en esa ocasión, se relacionó con un avistamiento OVNI.

El microorganismo de Évora

Sucedió el 2 de noviembre de 1959, a plena luz del día en la bella población portuguesa de Évora.

A mediodía, Joaquim Guedes do Amaral, a la sazón director de la Escuela Industrial y Comercial, realizaba tareas rutinarias en el centro cuando, varios compañeros, le alertaron de la presencia de un extraño objeto no identificado sobrevolando la ciudad.

Fuente: Enigma.com