Del Presidente, y de nadie más, será la responsabilidad, histórica, de mantener o perder el poder, y para eso, y no otra cosa, envió a Ochoa Reza al partido; porque se le ocurrió o lo aconsejaron, da lo mismo. Lo importante es qué le vio y de lo que lo cree capaz.

Lo correctamente político y para ofrecerse ante el lector, como valiente, bien informado e independiente, es vapulear a Enrique Peña Nieto; le llueve de todo, y por todos lados. El agua le llega a cántaros, incluso de quienes parecían (y él los creía) sus aliados.

¡Ay! de quien se atreva a desentonar del coro y cometa el pecado de ir contracorriente, es decir, colocarse de su lado, porque la tormenta, con truenos y relámpagos, también lo ahogará. ¡Anatema!, gritan los de la corrección política rasgándose las vestiduras.

Son cosas de tiempos de sucesión, del cuarto año de gobierno y, consecuentemente, de definiciones; temporada en la que no se vale nadar de muertito, en espera de la corriente que lleve a puerto seguro.

Aquí se toma partido y se juega a ganar o perder, si bien, también es cierto, suelen ganar los que no arriesgan, pero quien no jugó, perdió o ganó, no supo vivir, decía Stephan Zweig.

Él lo sabe; nada le resulta extraño. Le ocurrió presenciar y protagonizar las batallas cuando el PRI no tenía a uno de los suyos en Los Pinos, y le tocó reconquistar la residencia presidencial en las mismas circunstancias. Fueron 12 años de experiencia, invaluable, que de algo le servirá hoy cuando el mundo, y no sólo México, parece volteado patas arriba.

Por lo pronto ha iniciado una más de sus muchas revoluciones partiendo desde cero, del sótano. Sus primeras acciones están a la vista: Envió a dirigir al PRI a quien parece el menos capacitado y, de manera simultánea, el gobierno inició un camino zigzagueante para mantener la Reforma Educativa intocada, sin que parezca que hubo cesión, y pronto habrá intento de arrinconar a la clerecía, nuevamente, en las sacristías para que en 2018 no utilice cartas pastorales y púlpitos para incidir en las elecciones, como lo hizo en el proceso del 5 de junio en, por lo menos, dos entidades.

Como con la designación del líder priísta, ya están a la vista las reacciones de la iniciativa privada porque se sienten traicionados en lo que creían sería la aniquilación de un porcentaje sensible del magisterio, y pronto vendrá la de los curas, que ya no gustan de permanecer encerrados en las sacristías.

Pero de esto se trata gobernar.

LOS PRIÍSTAS DE ENTONCES

Los lugares comunes abundan después de una semana de platicar, privilegio de reportero, y de la amistad jamás traicionada, con priístas de raigambre y alto rango que comparten no haber participado en el gobierno del Presidente Peña (alguno lo ha hecho de manera tangencial), pero suman siglos de militancia y cada cual ha participado en momentos estelares, graves y decisivos de su partido, y de los gobiernos anteriores a la era panista; a ninguno amarga estar fuera, o lejos,  del grupo gobernante, y sus comentarios no están influenciados por la lejanía con la fuente del poder. Simplemente observan, escuchan y ponen sobre la mesa su experiencia: El PRI está en riesgo de perder en el 2018, es la conclusión.

No es novedad. Lo dicen hasta quienes nada saben del tema y se dejan guiar sólo por los profetas de las redes sociales y esa telaraña bien aceitada de “bien informados” que dominan las páginas políticas de la prensa escrita y los horarios AAA de la televisión y la radio.

La crisis es más grave aún que en 2006, cuando Roberto Madrazo lo llevó al sótano de las fuerzas electorales porque, entonces, no lo conducía desde Los Pinos un Presidente priísta y porque los gobernadores recién electos, y quienes serán relevados en 2018, se afanarán en salvar su pellejo más que en mantener su partido en el poder; dicho de otro modo, negociarán, a cambio de su seguridad, una especie de amnistía. Traición, pues.

Más aún, si el Presidente no ordena una rápida depuración de las delegaciones federales en todas las entidades, esa red vital en los procesos electorales continuará infiltrada, en 50 por ciento, por PAN y PRD, en especial la de la Secretaría de Desarrollo Social, que José Antonio Meade no ha logrado modificar y continúa recibiendo instrucciones de Rosario Robles, como ocurrió en la pasada elección.

La ex jefa de Gobierno del DF en sustitución de Cuauhtémoc Cárdenas, y ex lideresa nacional del PRD, incrustada en el gobierno de Peña Nieto, provocó con el impresentable gobernador veracruzano, Javier Duarte, el adéndum en la Reforma Política que encareció el Pacto por México al Presidente y al PRI; también fue defenestrada del gabinete el 27 de agosto de 2015, pero en el último momento fue salvada del desempleo por el secretario de Gobernación, Miguel Osorio Chong, con la desaprobación de Luis Videgaray.

Cuando Robles y Duarte fueron pillados, en Veracruz, haciendo travesuras electorales con programas asistenciales, el Presidente Peña Nieto acuñó la frase de “aguanta Rosario aguanta”; ella asimiló de tal suerte el consejo que ahora, al frente de Sedatu, recibió la encomienda de encargarse, políticamente, de la joya de la corona, el Estado de México.

En estas circunstancias, al PRI lo conducirá un dirigente nacional que, más allá de sus prendas académicas y burocráticas, espera conocer, y que lo conozca, la militancia en 100 días; algunas fechas vitales ya los gastó en sentarse con conductores de noticieros electrónicos con los que habla hasta de las películas que son de su gusto, pero sigue sin dar un paso fuera de la Ciudad de México, si bien este miércoles se reunirá con los diputados priístas que comandó Paco Rojas en la última legislatura de Felipe Calderón.

Es fatigante andar de mesa en mesa y escuchar, en todas, casi lo mismo; no hay quien ponga en entredicho la facultad del Presidente Peña Nieto de colocar al frente del PRI a quien quiso, y de la manera que lo hizo; las objeciones de Ulises Ruiz y César Augusto Santiago ni siquiera son tema.

El método de Peña Nieto fue rigurosamente priísta. Así ha ocurrido siempre, inclusive con Manlio Fabio Beltrones; fue decisión presidencial. Lo llamaron, le propusieron la conducción del PRI y lo enviaron a la guerra; no hay objeción por el método de la designación de Ochoa Reza, pero nadie se explica por qué él y quién lo impulsó, aunque parece evidente que fue el secretario de Hacienda, de quien es pupilo, como Aurelio Nuño.

En realidad, debo reconocer que comparto las opiniones de los distinguidos priístas con quienes he hablado, y también su curiosidad de saber por qué Peña Nieto se inclinó para encargar el partido en el poder al ex director de la CFE, que parece no tener mérito ni conocimiento de su funcionamiento, aunque no haya duda de su filiación y de un mínimo trabajo al lado de Manuel Aguilera cuando fue candidato a senador, y de su impugnación, ante el Trife, de la prolongación del interinato, como líder nacional, de Mariano Palacios Alcocer.

Esta clase de priiístas, algunos de los cuales ya militaban en tiempos de Luis Echeverría y José López Portillo, tienen clara la diferencia entre militancia y padrón; éste último es una obligación legal a partir de 2014 y no anula la pertenencia de quienes, desde antes de esa fecha, ya eran priístas, aunque no aparezcan inscritos. Es un debate semántico sin sustancia. Así que el nuevo líder del PRI no tiene problema.

EL FRÁGIL APARATO PRIÍSTA

En el fondo, lo preocupante es la condición en que se encuentra el aparato priísta, haciendo de lado la sensible baja en la popularidad del Presidente Peña Nieto; la nueva fortaleza panista; el lanzamiento de Morena; el nuevo rostro de Andrés Manuel López Obrador (que ya no quiere mandar al diablo las instituciones, aboga porque no caiga el gobierno de Peña Nieto y apoya el análisis; está en contra de la abrogación la Reforma Educativa y está dispuesto a perdonar a los pecadores perredistas), así como la capacidad, o incapacidad, de recuperación del PRD, con o sin Miguel Mancera.

No obstante la numeralia priísta narrada, a detalle, por Manlio Fabio Beltrones en su discurso de renuncia, que nos habla de que el PRI sigue gobernando a la mayoría de la población, lo cierto es que su partido no gobernará en 16 entidades, entre ellas (con excepción del Estado de México) las más importantes en cuanto a padrón electoral se refiere; Veracruz, Puebla y Tamaulipas, por ejemplo.

Después de escuchar a dinosaurios y bebesaurios priístas debo incluir en el contexto la ofensiva mediática; no la de las redes sociales, tan importantes en estos tiempos, un fenómeno que no sufrieron los presidente anteriores a Peña Nieto.

En los medios tradicionales se da rienda suelta a la imaginación y hay quienes convierten en verdades absolutas lo que imaginan o sueñan; se imprime en papel lo que dictan inexistentes “gargantas profundas”, un recurso mañido que en periodismo es usado para engañar al lector o, peor aún, para servir de vocero a quienes, desde la penumbra, conspiran en mesas de restaurante y no se atreven a decir en voz alta, y en público, lo que sus escribas hacen público por ellos.

En esta era de definiciones hagamos de lado la emocionante teoría de la conspiración y hablemos de realidades, no de la presunta y prematura abdicación presidencial para entregar el poder de manera anticipada; de su supuesta decisión de entablar alianzas desde hoy, a fin de quedar en condiciones de gozar la ex Presidencia, como lo hacen Ernesto Zedillo y Felipe Calderón, que comparten la nada presumible distinción histórica de entregar la Presidencia a otro partido, o de la búsqueda de un defensor que desde hoy le garantice tranquilidad jurídica cuando ya no estén a su disposición los instrumentos del poder político.

Una disculpa por no sumarme al coro, aunque también me resulte extraña la designación de Enrique Ochoa Reza como líder nacional del PRI y no comparta, del todo, que sólo los gobernadores, corruptos o no, sean la causa fundamental de la derrota del PRI en junio, porque pareciera que el resto de cúpulos priístas y burocráticos estuvo en Marte durante el proceso electoral.

Entremos en materia.

LA SEMIÓTICA POLÍTICA

¿Enrique Ochoa Reza fue una decisión en soledad o Enrique Peña Nieto escuchó, una vez más, la opinión de Luis Videgaray?

Los “garganta profunda” de la penumbra no se ponen de acuerdo; unos dicen que sí, pero los hay sosteniendo que ahora ocurrió al contrario: Que Videgaray nada tuvo que ver; que así como hizo todo para defenestrar a Emilio Lozoya de Pemex, el secretario de Hacienda se opuso a descabezar la Comisión Federal de Electricidad.

Es posible, pero al final se trata de anécdotas que no por serlo dejan de ser vitales para los Umberto Eco de la subespecie de la clase culterana del periodismo nacional, los opinólogos atentos a todo, incluso al viento que mueve las hojas.

Lo cierto es que, en uso de sus facultades meta constitucionales, que en el sistema priísta lo convierten en jefe de facto de su partido, el Presidente Peña Nieto sí señaló con el dedo al ex director de la CFE para encargarle no sólo el recuento de daños, sino la reconstrucción contrarreloj del desastre y la misión de mantener el poder, algo que se antoja titánico para quien sólo conoce el PRI en ensayos académicos.

Para quienes conocen poco, no conoce o sólo han visto a distancia o como enemigo a Peña Nieto, se les escapa lo fundamental: Está diseñado para circunstancias como las de la mitad de su sexenio. De hecho, nunca ha vivido otras, ni siquiera cuando el éxito corona sus esfuerzos y ofrece la impresión de ser un hombre feliz que goza la vida, como en la justa deportiva del sábado del Estado Mayor Presidencial.

Desde que arrancó su fulgurante carrera no como encargado de los dineros de la campaña de Emilio Chuayffet a gobernador, sino como secretario de Administración de Arturo Montiel, las dificultades se amontonaron a su paso. No es cuestión de opinólogos, sino de reporteros, recordar que el enfrentamiento de su entonces jefe, Arturo Montiel, con Roberto Madrazo entorpeció hasta su proclamación como candidato del PRI a gobernador del Estado de México.

Empezó sin él y sin el CEN del PRI; de hecho, en contra de Madrazo y de quienes lo acompañaban entonces, muchos de ellos cuestionadores, hoy, de su derecho a imponerlo como presidente del PRI y de los méritos mínimos de Ochoa Reza para dirigirlo.

Sin embargo, Peña Nieto ganó la gubernatura, y luego, por el efecto Madrazo-Montiel, perdió los municipios más importantes de la entidad, los llamados cinturones azul y amarillo; poco después, gracias a Madrazo, perdió casi la totalidad de la diputación federal mexiquense y la entidad se quedó sin senadores priístas de mayoría.

Si, como dicen los madracistas para explicar su derrota, en 2006 hubo gobernadores traidores, no pueden incluir al del Estado de México porque habría equivalido a colocar el cuello en su propia soga.

En esas condiciones arrancó, desde el sótano, su lucha por la candidatura presidencial, dejando en el camino a Manlio Fabio Beltrones y apabullando, después, a Andrés Manuel López Obrador y a Josefina Vázquez Mota.

Si los expertos en semiótica de la política nacional estuvieron atentos al arranque de Peña Nieto, y su conquista de la Presidencia, sabrán todo lo que debió superar; desde errores propios y del equipo que aún lo asfixian, a la constelación de leyendas urbanas que le inventaron sus competidores de dentro y de fuera con la invaluable ayuda de un estimable porcentaje de quienes pululan en la aldea periodística y que hoy, de nueva cuenta, lo creen acabado y listo para anticipar la entrega del poder y la construcción de alianzas para sobrevivir la ex presidencia.

AL FINAL, LA HISTORIA SÓLO LO RECORDARÁ A ÉL

Nada más alejado de la realidad; el extraño y hasta inexplicable dedazo a favor de Ochoa Reza forma parte de ese tipo de decisiones del político mexiquense, capaz de atender el susurro de los asesores, pero que se deja guiar sólo por su instinto en los momentos más difíciles de su existencia, que no han sido pocos.

Sabe que en las puertas del infierno, cuando esté en manos de los historiadores, y no de los reporteros y opinadores, no habrá quien recuerde a Videgaray, Osorio, Nuño,  Meade, Ruiz Massieu, Murillo, Gómez, Calzada, Castillejos, Robles, Ochoa, etcétera, y toda esa fauna que se colgó a las solapas y faldas de su saco para llegar a donde ni siquiera soñó.

Sólo él, y nadie más, estará ante la historia; los demás, por definición de la ley, sólo son sus empleados, muy importantes, sí, de Angora, pero nada más.

De él, y de nadie más, será la responsabilidad, histórica, de mantener o perder el poder, y para eso, y no otra cosa, envió a Ochoa Reza al PRI; porque se le ocurrió o lo aconsejaron, da lo mismo. Lo importante es qué le vio y de lo que lo cree capaz.

Hasta donde es posible saber, Enrique, y me refiero al Presidente, sigue siendo el mismo de 2006, cuando su mente sólo se ocupaba de no cometer un error de apreciación política que dañara al Estado de México y de construir a su “verdugo”, al que postularía cuatro años después para sucederlo.

Entonces, no se equivocó en ninguna de sus decisiones. ¿Por qué no actuar hoy como entonces si las circunstancias son parecidas?

¿Entregar el poder anticipadamente? ¿Crear las condiciones para salvar el pellejo? Jamás estuvo en sus planes; tampoco lo está hoy.

Este tipo de depresiones no son lo suyo; en definitiva, no lo conocen; nunca han estado ni remotamente cerca cuando el agua le llega al cuello.

Y sólo para incorporar otra anécdota, Ochoa Reza pudo ser impulsado por Videgaray o Peña Nieto le echó el ojo, pero es michoacano, no  mexiquense; en las actuales circunstancias puede significar que se agotó la cantera de paisanos o el Presidente, por fin, mira hacia otras regiones del país.

Por Juan Bustillos / Impacto